Ayer fui a la capital. Quedé con una amiga. Dimos cuarenta vueltas para aparcar. Como tenía prisa, acabamos yendo a su casa.
- Qué tal, cuéntame, de acuerdo, cuánto tiempo, la crisis, bla, bla, bla... ¡Que no llego, María, acompáñame!
Y nos fuimos andando a la cárcel, donde está impartiendo un curso. Y me volví andando a la calle donde creía que había aparcado... ¡no estaba el coche!
Una vuelta a la calle con el mando en la mano, a ver si se encendían los intermitentes... y nada. Calle paralela con el mando en la mano... y nada. Vuelta a la manzana con el mando... nada.
Las calles oscuras, las luces de los coches deslumbrando, la María perdida... y el coche también. ¡Ostras! ¿Dónde coño he aparcado? ¿Y si llamo a G.? ¿Se acordará de dónde lo he aparcado? ¿O tampoco? ¿O se mea de la risa?
Hasta que veo una tienda de teléfonos y recuerdo que habíamos pasado por ella y después cruzado un semáforo. Y doy al mando del coche... ¡y veo luces naranjas a lo lejos! Y acelero el paso y... ¡sí, mi coche está ahí! ¡Uffffffffff! ¡Por fin!
Y todo por girar a la derecha, en lugar de a la izquierda en una calle. (Creo).