Hemos vuelto al paraíso catalán. Ése que nos acoge y nos acuna y nos hace sentirnos libres. El de las sonrisas, los abrazos de verdad, las nuevas familias... Ése del que nos vamos llorando aunque sabemos que siempre tiene las puertas abiertas.
Ahora me encuentro en la soledad de mi cama y echo de menos a la mujer de mi vida, el ajetreo de estar rodeada de buenas personas, el diálogo fluido... Tengo las emociones a flor de piel y las lágrimas fuera de sus cuencas.
El viaje con nuestras nuevas amigas, las catalanas esperando en la acera (que no en la rotonda), la comida "estrellada", pedir por los nuestros y fundamentalmente por la tuya, la adolescencia y sus vaivenes, las fotos y los vídeos de la boda, la alegría de la "meva família" y su recibimiento, el taladro del G., las gemelitas y las risas contándonos sus historias, la chica azul y el no-arroz y el poliamor, el paseo en la playa, el compartir la tierra y el echar a volar los sueños, Zaragoza y su nuevo restaurante, el café compartido con A. y O., la decisión de Ana para venirse conmigo y la celebración, la vuelta lluviosa por fuera y menos lluviosa por dentro gracias a la compañía...
Soy una afortunada de la vida: no por todo lo material, que también, sino por todas las emociones que la vida me pone en el camino. Las emociones que despiertan las personas, las de verdad, las buenas.
(Ch. me dirás qué es una pastelada pero...) Os quiero.